Domine Veterano |
# abr/05
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Dicen que Dios usa la noche para enseñarnos a apreciar el día. Que usa la enfermedad para hablarnos de la salud, y que usa la muerte para enseñarnos a conocer la vida. Hay, sin duda, sabiduría en estas palabras. Sin embargo, por muy espléndido que sea el día, es gracias a la noche, y a su oscuridad, que podemos embelesarnos con las estrellas y la luna. Y quizá sea en las tinieblas en donde más bonito alumbra la luz azul de los cocuyos.
Todo este mundo de penas y de llanto, pero también de desafíos y aventuras, existe encerrado dentro de la estrecha jaula de nuestro cuerpo. De nuestros huesos, de nuestra carne. Pero la materia no es eterna, y así pasa con esta jaula. La dejamos algún día para salir libres, ligeros, victoriosos y extasiados hacia nuevas dimensiones. Hacia maravillosos lugares que no conocemos y que apenas sospechamos en la ingenuidad e incredulidad de nuestra ínfima condición humana. Dejamos este guante terrenal, mientras la mano etérea -- la esencia, la purísima vida -- se desprende para salir, poderosa, a atrapar nuevas aventuras y emociones. A buscar los ideales que fueron incompletos en lo físico, para beber y embriagarse, eterna e insaciablemente, de las magníficas viñas de la vida eterna.
Lloramos. Lloramos, cual infante que rompe en llanto al venir al mundo. Asustados. Con el pavor irracional, pero natural, hacia lo que no conocemos, hacia lo aparentemente oscuro y alejado. Hacia lo nuevo e improbable. Lloramos nuestros miedos, nuestras dudas. Lloramos, en resumen, toda nuestra incertidumbre. Lloramos aferrados al recuerdo de la materia, que es, a nuestros ojos ciegos, el único universo. Talvez no se nos ocurre que, después de todo, la "oscuridad" pueda finalmente ser la luz de los más blancos albores y lo "alejado" estar más cerca de lo que nuestros pobres sentidos carnales saben apreciar. Lloramos "el fin". Pero... ¡el fin no existe!
Esperanza y calma. La calma que apacigua después de las más violentas tormentas. La luz de la alborada que viene tras la noche más negra. La esperanza que, a pesar de todas nuestras dudas y tribulaciones, nos dice, al oído del alma, que sí hay algo más. Que las más cautivantes maravillas de la "vida" vienen después de la vida misma, tal y como nosotros la conocemos, y que son más fenomenales que todos los logros y satisfacciones que nos pueda ofrecer nuestro, hasta ahora limitado, universo.
Esperanza de volvernos a ver, todos, en un mismo destino. Volvernos a ver, despojados de lo malo, de lo sucio, de lo muerto. De lo viejo. Volvernos a ver vivos, más vivos que en la mismísima vida: alegres, sin penas, sin enfermedad y sin hambre. Sin odio ni remordimiento. Desaprisionados y llenos de amor. Todos, en comunión divina y eterna. ¡Qué exquisitas emociones nos esperan al momento de volvernos a ver, luego de estar tantos años separados!
La muerte no existe, es una ilusión. A la muerte le dicen el fin de la vida. ¡Qué ignorancia! ¿Cuál fin y cuál vida? ¡Si ésta no termina! Sólo se transforma. Es un continuo infinito de experiencias, a veces tangibles, a veces abstractas. Sólo pasamos, cual golondrinas. Pasamos, cual mariposas. Luego de tantos años de áspera crisálida estamos dispuestos a abrir francas alas y volar sin los grilletes del cuerpo. Nacemos una vez más. Nacemos hacia la vida nueva, salimos del fuego, de las cenizas. Nos vamos, campantes, a un nuevo mundo, luego de haber añejado nuestra alma con todas las enseñanzas de esta estancia temporal. Más fuertes. Más sabios. Más grandes.
Y cuando al fin salgamos, desbordantes de dicha, al infinito, no habrá necesidad de abrir los ojos, pues ya estarán abiertos. Nuestra alma habrá florecido y retoñado en forma fresca, luego de un largo período de incubación. Funcionará, sin restricciones, para continuar en el camino de la Verdad y del Bien. Seguirá "desfaciendo entuertos", y cuidando de los hijos que vienen detrás, aún dudosos, esperando el día alegre en que los reciba con los brazos -- y las alas -- abiertos.
No existe el "adiós," sólo el "hasta pronto."
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